sábado, 7 de noviembre de 2009

SANTOS


«Con frecuencia, antes y ahora, hay gente que identifica la santidad con la extravagancia. Es como si el modelo de santidad para el cristiano fueran esos faquires indios que duermen sobre clavos, tragan sables y escupen fuego. Es cierto que en nuestro santoral hay hombres extraordinarios ¾como San Pedro de Alcántara, que apenas dormía y del que santa Teresa decía que parecía hecho de raíces¾, pero también es cierto que han existido otros hombres, como Juan XXIII, que han demostrado que se puede amar a Dios hasta el extremo sin ser un figurín o un modelo de ascética y penitencia.
En cualquier situación en que nos hallemos podemos ser santos. Por lo tanto, no debemos pensar que para alcanzar la santidad necesitaremos que tal o cual circunstancia de la propia vida desaparezca, que tal o cual persona modifique su carácter o su comportamiento hacia nosotros. No debemos pensar que conseguiríamos ser mejores si tuviéramos más cultura, si hubiéramos nacido en otra familia y nos hubieran dado una formación cristiana más esmerada. Más aún, no deberíamos creer que podríamos ser santos si desaparecieran ciertas tentaciones ante las que sucumbimos con frecuencia, o si la naturaleza nos hubiera dotado con un mejor carácter, o si pudiéramos encontrar el tiempo que no tenemos para rezar más.
Con lo que tienes, tienes que ser santo, tienes que luchar por ser lo mejor posible, por más que probablemente nunca logres ser perfecto. Porque, en realidad, ser santos no siempre consiste en ser perfectos o, al menos, no siempre consiste en tener la perfección del que nunca ha cometido ningún tipo de pecado».
Vivir la santidad en medio del mundo no es fácil, pero esto no debe servir de excusa para dejar de intentarlo, para rendirnos de antemano. Lo que Dios nos pide no es el éxito, sino nuestra fe sincera, nuestro esfuerzo perseverante y nuestra actitud de entrega.
«Cuando Cristo dice: “Venid a Mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados” (Mt.. 11, 28), se lo está diciendo a los que están fatigados y no pueden seguir tratando de practicar la ley sin conseguirlo, y no a los que descansan. Pero hay que tratar de hacerlo, sin embargo, y quererlo.
»He aquí el problema práctico: “No hago el bien que debería hacer; y hago el mal que no quiero” (Rm. 7, 15). Frente a esta imposibilidad práctica, se da la tentación de confesar: “No puedo”. Esta confesión muchas veces no es sino la ocultación del verdadero motivo por el que rehuimos el camino de la santidad: “No quiero”.
»Si la confesión de nuestra impotencia es sincera, demuestra falta de fe y de confianza: lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Mt.. 18,3). Cuando no conseguimos renunciarnos en un punto ¾por ejemplo, la cólera, la impureza o la intemperancia¾, hay que intentarlo, sin embargo, sabiendo que no se trata de tener éxito. La frontera está trazada entre los que lo intentan y los que no lo intentan. Entre dos personas que obtienen los mismos resultados, puede haber un abismo: están los que quieren renunciar y no pueden, y están los que se las arreglan para quedarse tranquilos. A fuerza de enfrentarse con el espectáculo de su debilidad, se duermen en una seguridad hipnótica: “¡Dios no pide tanto!”, dicen, y con esta expresión se han cerrado el camino a su santificación». (Jean Lafrance, Mi vocación es el amor, págs. 165-166).
Acabamos esta introducción con unas palabras reveladoras del cardenal Rouco Varela, pronunciadas durante la apertura del proceso de canonización de una mujer seglar. En ellas se hace un llamamiento claro a vivir la santidad en la vida ordinaria, el cual es el objetivo de la presente obra, por lo que estas palabras pueden ser un fiel resumen de su contenido:

«Uno se pregunta por qué este interés de la Iglesia en la actualidad por el reconocimiento de la santidad en los seglares. En los distintos campos de la vida, de la existencia del hombre, en el desarrollo de la sociedad, en la configuración de la cultura, de los grandes debates..., en todas las profesiones y a través de todas ellas, si de verdad en esos campos y en esos espacios parciales que configuran la totalidad de lo humano hay santos, toda la realidad que ellos, a través de su profesión, tocan, manejan y guían, quedará también tocada por la santidad de los que viven su vocación como santos o con vocación de santidad.
»Es posible que en los siglos XX y XXI sea más necesario que en otras épocas de la historia reconocer la vocación a la santidad como vocación específica y típica de los seglares. No sé si porque vivimos un tiempo en la historia de la Iglesia en que lo no santo, las fuerzas en las que se presenta, se desarrolla y actúa el poder del mal, del pecado, son tan terribles, tan increíblemente fuertes. El reto a Cristo es tan total, tan radical, tan ordinario, tan planteado desde todos los rincones de la vida, que parece como si la Iglesia, sus hijos y sus hijas, estuviesen llamados a responder a ese reto con un sí radical, total, concreto al Señor y a su seguimiento, y que lo deban vivir en todos los ámbitos de la vida y de la historia de donde surge la oposición a Cristo.
»Santos, la Iglesia los ha necesitado siempre, los ha habido siempre. Los ha habido siempre en todas las profesiones y los ha habido también, evidentemente, a través de aquellas vocaciones que están vinculadas al servicio y al ministerio de la presencia de Cristo entre los suyos, y ha necesitado también la santidad de los seglares, muchas veces anónima, desconocida, no reconocida después oficialmente. Hoy los necesita reconocidos, subrayados y afirmados explícitamente. Santos, muchos, en medio de la historia humana, porque el pecado es fuerte, grande, poderoso, retador».

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