domingo, 25 de octubre de 2009

CRONICA DEL DIA DE SAN EXPEDITO


El boom de San Expedito, el santo al que se le piden cosas urgentes
Unas 150 mil personas pasaron el 19 por la iglesia de Mitre y Azcuénaga. Cada año son más los fieles. Aquí, la crónica del día.

Marcela padece “una fobia de las más jodidas”. La persecuta esa que le da cada vez que se encuentra en público, ante más de dos desconocidos; la angustia de llanto que le produce la soledad absoluta. Esa es su cruz. No ha habido psiquiatra ni psicoanalista, médico ni hechicero que le haya hecho retroceder la fobia. Es aquí, entre los miles de fieles de San Expedito, apretujada entre ellos que avanzan con lenta desesperación hacia el altar donde podrán tocarlo, que se siente liberada de su condena. “He pasado semanas sin salir de mi casa, y mirame acá, entre toda esta gente. Se lo pedí y ya me está cumpliendo”, se convence Marcela de la mayor virtud del santo de las “causas justas y urgentes”. Lo expeditivo de Expedito –un soldado romano que se convirtió al cristianismo ganando batallas al desatar tormentas y rayos fulminantes– y su cercanía a un universo de clase media y urbano, acosado por la desesperación de las deudas, la salud, el amor mal correspondido, la falta de trabajo, lo han convertido en un éxito. Marcela, el look de una de las chicas de Maitena, es apenas una de las 150 mil almas que, según la propia iglesia, pasaron ayer por la parroquia de Mitre y Azcuénaga.
–¡Viva San Expedito! –alienta el cura subido al escenario que se armó sobre la calle Mitre, frente a la Iglesia de Nuestra Señora de Balvanera.
–¡Viva!
Tres veces se repite la escena. Y el santo avanza mecido por la multitud desde Larrea hacia Azcuénaga. Para satisfacer el ansia devota de tantos y tantas, la festividad es una jornada con dos escenas simultáneas. En la calle se da la misa de bendiciones, donde cientos de manos alzadas sostienen pañuelos blancos y rojos, velas, San Expedito rediseñado por manos artesanas con capa de satén, con ojos azules, con una auténtica rama de olivo en la mano. El cura lanza agua bendita generosa y advierte:
–Bueno, bueno, córranse hermanos, por favor para esta otra esquina –pide, consciente de que los ramalazos van a dar al que maneja el sonido y sus equipos–. Hay corriente. Protejamos a nuestro hermano del sonido.
–¡Que lo proteja el santo! –dice una anciana que defiende su posición en la muchedumbre a los codazos.
–Protege, pero también nos pide que seamos prudentes –contesta por los altoparlantes el padre.
Expedito fue un guerrero que vivió en el siglo IV. Enviado por el emperador Dioclesano, comandó una división de seis mil hombres conocida como “la Fulminante”. Cuando el César descubrió que protegía a los cristianos que serían lanzados a los leones en el Coliseo, ordenó detenerlo. Fue flagelado y luego decapitado, el 19 de abril del 303 DC. Por eso pasó a la historia como un mártir contemporáneo de San Jorge, otro soldado converso.
En las dos esquinas, la policía ha puesto vallas para ordenar el tránsito. Dentro de la iglesia, el padre Fabricio dictaba la última misa del día. El cura es todo un referente de los devotos. Fue él, junto con un joven seminarista, quienes hace unos cuatro años descubrieron en un depósito, tras el altar mayor al que nunca nadie subía, la figura tallada en madera antigua que ahora permanece el año entero rodeada de fieles que escriben en un papel sus pedidos urgentes todos los días del año. “Dicen que el santo pasó escondido allá arriba desde la época en que quemaban iglesias”, explica Ariel, un joven que hace trece años participa de las actividades de la parroquia. A él, después de nueve meses de desempleado, San Expedito le tardó sólo dos días en conseguirle un trabajo: atiende un puesto de diarios.
Los fieles escuchan la misa sumidos en el fervor cristiano. En algunos el trance místico es visible: lágrimas, sollozos, los cuerpos exhaustos de los que se han sentado en el piso. Seis mujeres se han dejado caer sobre el mármol helado a los pies de Nuestra Señora del Carmen, como buscando mitigar el calor encerrado. Una de ellas llora en silencio. Otra, a su lado, se esconde el rostro entre las manos cruzadas. El cura habla de perdonar los pecados. Sobre el pasillo izquierdo de la iglesia han ubicado a San Expedito, el bamboleante y callejero. Mientras el otro, el hallado por Fabricio, impoluto, en el costado opuesto, permanece sin ser tocado, éste, más mundano, de yeso, se ofrece a la multitud.
Desde temprano, ésa es la larga fila que se ve salir de la iglesia como una culebra nerviosa. Se tarda más de una hora en llegar al sitio. Una señora llega con su niño, al que le abre la camisita para rozarlo con la suya tras besar al santo. Lo eleva como a un muñeco y la guardiana de San Expedito, una chica de unos veinte años le advierte que cuidado con el cirio encendido que se acerca peligrosamente al cuerpo del nene.
Graciela es del grupo de colaboradores que llevan una cinta roja en el brazo. El santo le salvó la vida a su hijo. Se negó a entregar las zapatillas y la campera en un robo en Lanús. Le descosieron la cabeza a culatazos. Estuvo 21 días en coma. No daban ni cinco por su vida. Pero la oración a San Expedito, las 90 copias de la oración que hizo la madre para repartir entre los conocidos, las velas, dieron resultado. “Yo lo siento, lo siento dentro”, dice apasionada. A su lado, una mujer quiere que le escuchen su historia. Ella, asegura, escucha las voces del santo. Está aquí convencida de que su drama después de estas oraciones, después de hacer la fila, tendrá fin. Tras catorce años, está segura, el santo hará el milagro: su novio le dará el sí. Se casará urgente, y de blanco.

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